De Sergio Rivera Rocha
Capítulo II
Dálamos
1969.
La guerra ha terminado. Han sido tiempos muy difíciles para todas las naciones, pero para fortuna de muchos, cesó. Tras largos años de caos, muerte y dolor, ambos gobiernos, declaran la paz.
El duro enfrentamiento que casi lleva a los dos continentes y a todo el mundo a las ruinas, será una historia muy triste de contar, pero será una historia, ya terminó.
Desde los más amplios reinos, hasta los pueblos menos visibles, hay – no celebración pero cierta tranquilidad. Muchas familias adolecen la muerte de sus esposos, hijos, hermanos. Sin ánimo de regocijo, vuelven a sus hogares, y dejan los refugios atrás. Algunas regiones sufren mucha preocupación porque deberán empezar desde cero, a causa de las devastaciones que provocó le guerra, convirtiendo grandes reinados en puro escombros.
Al norte de Europa, en el reino de Dálamos, gente de todo el continente llega desesperada, pidiendo ayuda. Han depositado sus últimas esperanzas en el rey Dhimos de la Benevolencia. Pero, ni el propio rey, en su más sincera bondad, puede ayudar más de lo que sus escasos recursos le permiten. La guerra ha sido más que devastadora, e incluso para un reino tan próspero como Dálamos, las consecuencias son atroces.
En el palacio real, el rey, mientras contemplaba con gran frustración cómo su pueblo sufre, era informado por su general.
-Mi señor...300 familias nuevas han llegado, suplicando por piedad. Provienen de Colonya. Hemos contado 98 hombres, 76 mujeres, y 126 niñas y niños.
Pero el rey Dhimos no pronunció palabra alguna, estaba ensimismado, enfrascado en la penumbrosa desgracia que consumía su corazón.
-¿Señor?...
Entonces, el rey dirigió su mirada al general, quien se sorprendió al ver que el rey... sollozaba.
-Dime, Julián... ¿Por qué la guerra?...
El general no sabía qué responder. Pero el rey repitió la pregunta
- ¿Por qué la guerra, Julián?
-Porque...- hizo un esfuerzo- hay problemas en el mundo, señor... y éstos crecieron, y también porque los Justos nos abandonaron.
Dhimos, el rey, observó al joven general, Julián, como si fuese su hijo, y suspiró, irguiendo el cuerpo.
-La guerra, y el caos... son porque los humanos también. Ninguna desgracia cayó sobre nosotros, Julián... nosotros la trajimos. El ser humano puede ser un artista asombroso, y colosal arquitecto. Es un artefacto milagroso, pero al mismo tiempo, es despiadado y destructor, y en menos de un parpadeo, puede llevar a la ruina todo lo que esté a su paso.
Julián observó al rey mientras abandonaba el salón, sin saber qué responder, o sin saber si acaso debía responder.
-Demos alojamiento y comida a las familias que llegaron, no encontrarán otro lugar. Cerrarles nuestras puertas será enviarles a su muerte- dijo el rey antes de desaparecer.
Ariadna se encontraba en los almacenes, junto a guerreros, gente del reino, y otros voluntarios, ayudando a repartir provisiones a todas las familias que cayeron en la desgracia. Le habían insistido en no participar, pero su sangre real era para ella, nada comparado con el sufrimiento humano, y no se quedaría de brazos cruzados, mostrando compasión, mientras disfrutaba de su realeza en tiempos tan difíciles.
Era una mujer fuerte y decidida, terca en muchas ocasiones, difícil de manejar, pero gran líder. Su padre, el rey Dhimos, apenas había logrado convencerle de no unirse a la infantería, porque como todo padre, le preocupaba tal descabellada determinación por ser general del ejército. No era partidaria de la guerra, pero sí alguien que deseaba ofrecer seguridad, confianza, y orden. Era, en efecto, más fuerte y osada que su padre.
Les tomó todo el día realizar la complicada tarea de acomodar a tantas familias, darles alimento, ropa, y curar a muchos heridos y enfermos. Ariadna disimulaba el dolor que sentía al ver tanta desgracia. Su mente podía ser dura como una roca, pero su corazón podía ser frágil como un pétalo. En un momento, tuvo que atender a un niño que había perdido parte de la mano izquierda, y mientras suturaba las heridas, el niño lloraba desesperado, tal escena pudo haber arrancado el corazón a la princesa, pero debía ser fuerte, sentía que de no serlo, no podía proteger a los demás.
Ya por la noche, mientras todos descansaban, Ariadna regresó al palacio real, agitada y perturbada, pero firme en seguir ayudando y dando aliento y esperanza a quienes la habían perdido.
-¡Hija mía!- saludaba el rey en una exclamación cuando vio entrar a su hija por el salón principal.
-Padre- respondió con una sonrisa, sin poder disimular el cansancio, y la pena que le tenía agobiada.
Rompieron en un abrazo, como si no se hubieran visto en mucho tiempo.
-Hoy estuviste fuera desde temprano... ¿Estás segura de esto, Ariadna?- preguntó el rey, acariciando con ternura la mejilla de su querida hija.
-Sí, padre, sabes que quiero hacer esto, las personas mueren y caen enfermas, no puedo sentirme tranquila y seguir siendo una princesa cuando mi gente y nuestros soberanos están en tanta desdicha
-Oh, hija mía... tan determinada y terca, y aún en tiempos oscuros, fuerte.
-La verdad...-dijo Ariadna, suspirando antes de continuar- quisiera ser más fuerte. Tanta... tanta gente, papá... -empezó a sollozar- es tan cruel...
El padre abrazó a su hija, los dos compartían un cariño por la gente inocente del mundo, y el sufrimiento por el que eran castigadas, parecía algo tan cruel para ellos.
-Pero debo ser fuerte, papá- se secó las lágrimas y tomó un fuerte respiro para recuperarse- estas personas necesitan ver la luz en tanta oscuridad, están perdidos en la miseria...
-Lo sé hija, así como sé que no los abandonarás. Eres fuerte, lograrás hacer cosas grandes por todos.
Ariadna respondió con una sonrisa y dio un nuevo abrazo a su padre.
Fueron interrumpidos por las puertas del salón principal que se abrieron bruscamente.
-¡Señor!...- escucharon un grito, seguido de unos apresurados pasos, y al instante, Julián, pálido y por lo visto, mucho más perturbado que Ariadna.
-Majestades...- dijo Julián, intentando recuperar el aliento.
-¿Qué pasó, Julián?- inquirió el rey, aún más asustado por la expresión del general.
-Han llegado más... no muchos, vinieron en caballos y caravanas, están terriblemente heridos.
-¿De dónde son?- preguntó Ariadna.
-Vienen de la costa.... pero eso no es lo peor, majestades.... sino lo que les pasó
-¡Explícate!- dijo Ariadna, impaciente.
-No fueron víctimas de la guerra.
Estas últimas palabras dejaron atónitos al rey y su hija, la guerra había terminado hace meses ¿Qué había pasado, entonces?
-Fueron atacados... hace 10 noches.... y aseguran que sus opresores fueron... -hizo una pausa, como si le costara decir lo siguiente, tomó aire y finalmente continuó.
-Aseguran que sus opresores fueron los Justos.
Era increíble, inconcebible. Ni el rey ni su hija dieron crédito a lo que Julián les acababa de informar, así que, apresurados, nerviosos e incrédulos, corrieron hacia los recién refugiados, que aseguraban haber sido atacados por un gremio que hace muchos años había quedado en silencio. Estaban atónitos.
Como había mencionado Julián, eran pocos. Y aún peor, algunos ya estaban muertos. Casi todos tenían quemaduras, no había ningún niño, sólo un grupo de mujeres y otro de hombres y ancianos. Las mujeres lloraban, algunas quedaban ensimismadas, perdidas en sí mismas, era una escena muy triste, y terrible.
-Su majestad- dijo uno de ellos ni bien vio que Dhimos y Ariadna llegaban al lugar –Hemos venido desde la costa, desesperados y asustados… nuestro pueblo fue atacado, nuestros hogares destruidos y nuestras familias quemadas… -el hombre empezó a llorar como un niño perdido y asustado- ¡Por favor!... le suplico piedad, no tenemos donde ir, ya algunos han muerto, estamos sin rumbo ¡Se lo ruego!...
Ariadna volteó por unos segundos, consumida por la ira y la frustración, mientras su padre respondió al hombre
-Estarán a salvo aquí, no dejaremos que caigan en la completa desesperanza, ni los dejaremos morir. Han llegado al lugar adecuado.
Todos soltaron una sonrisa, una suspiro de esperanza, una débil luz que vislumbraron en tan oscuro camino que les había tocado recorrer. El hombre agradeció besando las manos del rey, quien respondió con una sonrisa.
Ariadna se mostró fuerte, aunque por dentro no poseía tal fuerza, volteó de nuevo, y dijo –Lo primero que necesitan es curarse y alimentarse. Todos escuchaban atentos a sus palabras, como si fuera a darles instrucciones. Se dirigió a Julián –Por favor, llévalos al palacio real, y lleva a nuestros médicos, necesitan ser atendidos cuanto antes, no dejaremos morir a ninguno más.
Julián no dudo en obedecer, y dirigió a todas las personas hacia el palacio, pero antes, el rey volvió a tomar la palabra, dirigiéndose al mismo hombre que le había explicado su desgracia.
-¿Cuál es tu nombre?- dijo.
-Euros, señor. Euros Fiel- respondió el hombre.
-Has hecho honor a tu segundo nombre, Euros, has sido fiel con tus prójimos, y los has traído hasta aquí, guiándoles en la consternación, sirviendo de esperanza.
Euros sonrió al oír esas palabras, y agradeció con un “Muchas gracias, majestad”.
-Mi general, Julián- le habló nuevamente- me ha contado el testimonio que diste sobre sus agresores
-Sí señor- explicó Euros- fueron los Justos. Aparecieron por el atardecer, cuando ya se ponía el sol. Se oyeron gritos y sólo recuerdo haberlos visto, asesinaron a todos los que pudieron, y a muchos quemaron vivos. Derrumbaron las casas, y todos entramos en pánico, nadie sabía lo que sucedía, ni por qué. Reuní en ese momento a todos los que pude, tomamos los caballos y algunas carrozas y emprendimos nuestra huida. Es todo lo que vi, y mis compañeros no vieron más que yo
Dhimos quedó en silencio por un momento, mirando al suelo.
-¿Cómo lo sabes, por qué estás tan seguro?- inquirió.
-Porque, señor, una vez, hace muchos años, visité el Castillo, y ahí los conocí. –Miró fijamente al rey – Y yo señor, jamás olvidaría a un Justo. Quedé fascinado la primera vez que les conocí, vestidos en túnicas y armaduras, con elegantes capas y grandes espadas… y aquella tarde, cuando invadieron, los reconocí al instante. Yo los vi, incluso con la marca de los Justos en sus escudos, como en el Castillo.
Dhimos quedó sin palabras, y agradeciendo a Euros por la respuesta, indicó a Julián que continuara guiándolos.
Cuando él y su hija quedaron solos, empezaron a discutir sobre lo que acababan de oír.
-Por años han desaparecido, y nos abandonaron cuando más los necesitamos, y ahora… ¿Aparecen como asesinos? – indagaba el rey, dando vueltas en su mente, intentando buscar coherencia a sus ideas.
-Podrían no ser ellos, padre. Han estado en silencio por tanto ¿Y qué si algunas de sus tropas se han corrompido, o si son embusteros disfrazados?
El rey suspiró y paseó la mano por su rostro. La confusión lo tenía aturdido.
-Pensaremos en algo mañana, papá. Dejemos que Euros y su gente descansen y sanen, luego hablaremos sobre esto, intentando acomodar todo en su lugar. Entonces, sabremos qué hacer.
Dhimos sonrió y acarició los cabellos de Ariadna. –Tienes razón- le dijo. –Dejémoslos descansar por ahora, han sufrido bastante. Luego, nos preocuparemos de dar caza a los culpables. Es poco probable que los auténticos Justos hayan podido cometer semejante atrocidad. Ya tendremos tiempo para pensar en esto.
-Exacto- respondió Ariadna, y ambos se dirigieron al palacio.
Aquella noche, Ariadna tuvo una pesadilla, vio un pueblo arder en fuego, y mucha gente morir en sus llamas. Oía gritos desesperados, y personas corriendo en toda dirección, y entre el fuego, las cenizas, los gritos y el caos, vio una silueta, borrosa al principio, era un hombre, o una mujer, con una túnica, no pudo distinguirlo. Luego… la persona levantó la mirada hacia ella, y se quedó mirándola de tal manera que Ariadna sintió un horrible escalofrío recorrer todo su cuerpo, le vio la cara… y era… era… ¿Un niño?...
Despertó en ese momento, cubierta en sudor, fatigada y asustada. La pesadilla, que había sido corta, le había parecido tan larga, y mientras tomó un baño para quitarse el sudor, no hizo más que pensar en aquella figura… un niño.